domingo, 28 de abril de 2019

CUENTO: Rastrillaje

Estimado lector,

Como algunos podrán suponer, una de mis aficiones es la escritura.
No la considero una profesión ni lo hago por ingresos o notoriedad; la literatura simplemente a veces me desborda por dentro y siento una poderosa urgencia por volcarla en un texto. Como dijo Hemingway (uno de mis referentes), "escribir no es difícil, todo lo que tienes que hacer es sentarte en la máquina, y sangrar..." (There is nothing to writing. All you do is sit down at a typewriter and bleed...).
Así que sin más preámbulo, les iré compartiendo mis trabajos. Aquí el primero, por el que me gané una careta en el Concurso de las Mil Palabras de la revista Caretas (hace 15 años...)


RASTRILLAJE


Me dijeron que estaba loco.
Me dijeron que era desconsiderado, que mi madre no iba a estar tranquila, que no pensaba en ella.
Me dijeron que me iban a matar, que iba a morir baleado y aparecería un mal día en una acequia de un pueblo olvidado por dios y el país.
Me dijeron que no valía la pena, que era como un Quijote marchando derechito y por voluntad propia hacia los molinos de viento.
Me dijeron que tenía aptitudes para ingeniería o arquitectura, que mi tercer puesto en la promoción del colegio era para ir a la UNI, San Marcos o la Católica.
Me dijeron que me iba a desperdiciar.
No los escuché. Igual seguí mi vocación. Sólo mi padrino y tío, ya Comandante, me apoyó, me proporcionó el dinero para la admisión, y claro, la vara obligada.
Salí del colegio entusiasmado, con una meta inmensa, imposible, quimérica, loca.
Ingresé a la escuela de oficiales de la Guardia Civil.

Mis dos primeros años de la escuela fueron todo lo que esperaba. Esto era lo que estuve tanto tiempo esperando, lo que desde que era un niño me inspiraron las series de la televisión, mi padrino con sus historias, su revolver Smith & Wesson calibre 38, su uniforme impecable y su patrullero Dodge que llevaba a veces cuando nos visitaba. Poco a poco se metió en mis venas el espíritu de policía, fue inevitable.

No era ni el más alto, corpulento ni el más fuerte de mi promoción, pero igual era sumamente fuerte y ágil. No obstante en las aulas, yo era el mejor, primer puesto por lejos desde el principio, y como iban las cosas era un candidato fijo para la espada de honor. Mis compañeros eran como mis hermanos, mi familia. Eran buenos tiempos, nos entrenábamos para luchar por nuestra sociedad. Ya a todos nos parecían largos los días que faltaban para salir a la calle a hacer lo nuestro.

El tercer año empezamos a salir en patrullaje a algunas zonas de la periferia de ciudad. Eran tiempos duros, el terrorismo estaba acechando Lima y los primeros coches bomba empezaron a estremecer la capital. Ya estaba por acabar el tercer año y mi madre insistía aun para que lo deje y haga otra cosa. Es curioso, pero al acercarse el peligro y el terror, al hacerse evidente la guerra interna que sabíamos sería cruenta y no exenta de bajas, al saber que las cosas en el país se estaban agravando y las posibilidades de que alguna bala nos alcance crecían a pasos extendidos, más ganas teníamos de ser policías.

Como era el primer puesto, brigadier de mi clase, tenía ciertas ventajas que disfrutaba cuanto podía. Una de ellas era la de conducir los vehículos portatropas cuando salíamos de patrullaje. Antes de ese enorme armatoste, lo único que había manejado antes era el viejo Volkswagen de mi papá, y muy pocas veces.

Al menos una vez por semana salíamos a peinar las zonas que se nos asignaban, principalmente el cono sur de Lima, Villa María del Triunfo, Villa el Salvador, Lurín, San Juan de Miraflores. Alguna vez recuerdo haber ido al cono este, Ate, Lurigancho y pasar solamente por la entrada de Huaycán.

Gonzáles era uno de mis mejores amigos. Era sencillo, excelente contador de chistes, mujeriego y lleno de vida. Compartíamos el camarote, por supuesto que él dormía abajo porque era casi veinte kilos más grande que yo. Era el más fuerte de todos, enorme como un ropero, medía un metro noventa, con unos brazos que parecían patas de elefante, unas espaldas descomunales y unas piernas capaces de chancar buques, trotar por horas, implacables con todo lo que se pusiera delante. Dudo que haya existido una sola puerta en este mundo que sus patadones no derribaran al primer intento.

Gonzáles decía que su papá tenía camiones y que él sabía manejar y tenía harta experiencia al volante, así que el más indicado para conducir el portatropas era él. Me insistía, me ofrecía cigarrillos, me decía que me iba a poner varias hembritas de su barrio a mi disposición en nuestra siguiente salida, que sería mi guardaespaldas, que haría mis guardias, etcétera; todo por conducir el portatropas. Era mi amigo, así que lo dejaba conducir a veces.

Salimos un día a patrullar, el Capitán nos dijo que la orden era hacer un rastrillaje por Puente Piedra, una zona alejada donde se habían reportado extraños movimientos cerca a algunas torres de alta tensión. La ruta desde Chorrillos hasta Puente Piedra fue larguísima.

Patrullamos la zona designada unas seis horas, todo estuvo en calma. Eran casi las 6 de la tarde y nuestro Capitán ordenó el regreso. Caminábamos hasta el portatropas, Gonzáles se acercó a mí, quería conducir. Había sido un día largo, había estado al volante por horas, estaba cansado. Accedí, él se alegró, cogió las llaves y corrió al camión. Pensé que podía echar una pequeña siesta en el regreso, me senté en la parte de atrás con el resto de cadetes.

Aun estábamos lejos de la Panamericana, entre cerros interminables, estaba ya casi oscuro, el portatropas rebotaba en el camino de tierra. Casi estaba dormido, de no ser por el constante trotar del camión. Pensé que podría dormir mejor al llegar a la pista. Cabeceaba con los ojos cerrados y la cabeza apoyada a la lona, cuando en eso el ruido del motor del camión de vio superado por ráfagas y disparos hechos contra nosotros y a no mucha distancia. El portatropas se detuvo en seco, me desperté confundido, empuñé mi AKM y como el resto de mis compañeros, salté afuera del camión y nos tiramos en el suelo, detrás del vehículo. El ruido de las detonaciones, las balas zumbando a apenas centímetros de nuestras cabezas e impactando en los metales del portatropas era todo lo que se oía. Todos estábamos petrificados, en estado total de sorpresa, paralizados. Claro que habíamos disparado revólveres y fusiles muchas veces antes, pero ésta era la primera vez que nos disparaban a nosotros. No tengo idea de cuánto tiempo estuvimos tirados en el suelo. Quizás fueron segundos, o minutos, no lo sé. Sólo escuchaba las balas enemigas tratando de alcanzarnos.

- “¡Qué hacen ahí en el suelo escondidos carajo! ¡Levántense! ¡Disparen!”

El Capitán estaba gritándonos. Era el único que estaba de pie, desafiando los disparos enemigos. Se volteó hacia donde las balas que nos atacaban debían de venir y empezó a disparar su ametralladora RPG. Lo miré por un segundo, apretaba los dientes y disparaba su arma de izquierda a derecha. “Qué valiente es este huevón”, pensé, levanté mi AKM y jalé el gatillo, pero no se movió; había olvidado cargar mi fusil. En menos de un segundo jalé la palanca, llevé una bala a la recámara y empecé a disparar yo también. Todos disparábamos ahora, el estruendo era infernal, algunos compañeros gritaban al disparar.

- “!Aaaaaaaaaahhh!” (¡tatatatatata!)
- “!Mueran malditooooooos! (¡tatatatatatatata!)

Era una locura. Disparábamos nuestros fusiles sin mirar a dónde, simplemente disparábamos. Yo estaba de pie, disparando como mis compañeros. Cuando se me acabó la cacerina, me puse de rodillas para cambiarla, la extraje y la dejé caer al suelo, saqué otra de mi cartuchera, la inserté en el arma, rastrillé, me puse de pie y seguí disparando. Podía sentir la adrenalina empujando frenéticamente la sangre en mis venas. Ya no tenía miedo, quería disparar. Quería matar a esos malditos terroristas que osaban atacarnos de esa forma tan vil, a oscuras, sin dar la cara, arteramente, cobardemente. ¿Quiénes se han creído éstos? ¿A quién creen que se enfrentan? Tan’ bien cojudos. No saben, ya se jodieron, no tiene idea a quienes han provocado.

- “!Alto el fuego, alto el fuegooo!”

El Capitán gritó hacia nosotros. Dejamos de disparar. Un silencio sepulcral nos invadió, igual que el humo espeso de los balazos. Todos los cadetes estábamos de pie o en cuclillas, los oídos nos timbraban por la exposición a tantos ensordecedores disparos de nuestros potentes cartuchos calibre 7.62. No había un solo hombre caído, era casi milagroso. El olor picante de la pólvora quemada nos entraba por las narices. Ya nadie nos disparaba.

- “¡Gómez, Aliaga, Paz, Fernández! Vayan a ver que hay adelante. El resto, ¡atentos para cubrir el avance!”

Con mis tres compañeros fuimos hacia el otro lado del camino, el resto se quedó atrás con las armas en ristre y los dedos en los gatillos. No pude ver nada ni a nadie. Pasando el portatropas corrí, salté, me tiré en la tierra. Apunté con mi fusil a la oscuridad. No había nada.

Ya más calmados, peinamos el perímetro y no encontramos nada. Como a treinta metros y algo a la izquierda del lugar desde donde pensábamos nos habían estado disparando, Aliaga encontró numerosos cartuchos quemados de fusil. Ya se habían ido. Regresamos al portatropas. El Capitán ordenó la partida inmediata. Los terroristas podrían regresar, no sabíamos cuántos eran, nosotros apenas eramos doce, y no teníamos muchas municiones que se diga. Corrí a la parte delantera del camión para ponerlo en marcha y largarnos de allí. Antes de abrir la puerta del lado del chofer, me percaté que el parabrisas estaba perforado por numerosos impactos de bala; recién en ese instante pensé en mi amigo. Traté de recordar si estaba con el grupo, si lo había visto disparar con nosotros; no pude. Abrí la puerta. Gonzáles estaba allí, acribillado. No tuvo oportunidad, fue el primero que atacaron. Y él estaba en mi sitio. Debí haber sido yo.

Y sin embargo, sigo teniendo el espíritu de policía en las venas.


Lima, octubre de 2003

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