jueves, 1 de abril de 2010

A mi padre


Dentro de poco, se cumplirán 6 meses desde que mi papá falleció. Aun me parece inverosímil que se haya ido así de pronto, sin ningún aviso previo al mismo día de su muerte, incluso esa misma noche tenía guardia nocturna en el hospital. El doctor Luis López Mas fue un gran, gran hombre. Sin aspavientos, sin pompa ni fanfarrias, vivió su vida lo mejor que pudo, hizo grandes cosas y también cometió errores, pues era al fin y al cabo un ser humano, pero dejó este mundo dejando un enorme hoyo, un espacio vacío, una presencia que aun se siente y que se extraña.

Mi papá creció en una época aun estricta para los adolescentes, y si bien no pasó dificultades económicas, tampoco vivió en medio de lujos. Fue el primogénito del matrimonio de un químico botánico arequipeño muy inteligente y ambicioso, y de una química farmacéutica callada y abnegada. Pero no fue el primer hijo de mi abuelo, y sus hermanos de padre y madre serían parte de una larga lista de medio hermanos, que se dicen superaban a la veintena. Mi abuela fue la única hermana de 6 que tuvo hijos, así que cuando mi abuelo se fue de la casa detrás de sus sueños y de otras faldas, mi papá quedó bajo la tutela de 5 tías solteronas. Su destino estaba ya predeterminado antes de que él ingrese a la secundaria, sería doctor, para que atienda a sus tías, estaba decidido, no importaba su opinión (él quería ser ingeniero). La formación jesuita de la Inmaculada forjó sus valores, que le durarían toda la vida, y la ausencia de mi abuelo marcó su personalidad. De las cosas que me contó, deduzco que mi papá quería y admiraba mucho a mi abuelo, pero desafortunadamente el viejo no sentía lo mismo, habían cosas más importantes en la vida que los hijos; una carrera, el prestigio profesional, las mujeres… Incluso una vez accedió a llevar a mi papá a un viaje de negocios a Nueva York, pero se olvidó de él, de casualidad se cruzaron por una calle de Manhattan; si el azahar no hubiera intervenido quizás no se hubiera visto hasta que ambos estuvieran en Perú de regreso.






Papá creía firmemente en la familia, y era de los que pensaban que un hogar no debe desintegrarse, sin importar los problemas de por medio; hasta el último momento se resistió a la idea que su matrimonio con mi mamá estaba acabado, aunque era en la práctica insostenible. A pesar que no fue su vocación, se entregó de lleno a su profesión impuesta y fue uno de los mejores médicos que pisó un hospital en el Perú. Y cuando fue director en el Ministerio de Salud, a la cabeza del Serums, no solamente se mantuvo en un cargo de confianza en dos gobiernos diferentes (cosa rara en el estado) gracias a su capacidad e inteligencia, sino que además, jamás agarró un solo sol que no se hubiera ganado legalmente. Ojalá el 1% de los políticos fuesen un poco como era mi papá, este país sería muy diferente.





Un domingo de octubre en la mañana me llamó y me pidió que lo llevé un local en el centro (que hace años solía ser una botica, negocio familiar), quería que lo ayude a llevar una moto Yamaha vieja a su casa, como yo uso una camioneta pick-up, sería fácil. Pasamos por su casa, yo estaba con mi esposa e hija, y nos fuimos al centro, él estaba como siempre, como cualquier día. En el local estuvo renegando un poco, por el deterioro de las cosas que una vez fueron parte importante de su vida, pero eso era normal en él. Sacamos la moto pero a la luz del día, la vio vieja, oxidada, fea... mejor no, me dijo, ya no vale la pena, así que la volvimos a guardar y nos fuimos.
En el camino hablamos normal, claro que renegó un poco, pero como dije, él siempre fue así. Luego incluso bromeamos un poco. Lo dejé en su casa y me fui a un supermercado, bastante cerca de su casa. No había acabado de comprar y me llaman de su casa, diciendo que se había puesto mal. Regresé y lo encontré en su cama, temblando y sudando mucho. Al parecer, el conversar de cómo encontró las cosas, lo hizo renegar otra vez y se puso mal. Me dijo que quería calmarse, le tomé la presión, estaba normal. Le dije vamos al hospital, no quiso. Me senté en un sillón y le dije, ya, dime qué hago. Al rato me mandó al hospital a traer un calmante y alguien que le ponga la inyección. Corrí al hospital, hablé con medio mundo y logré llevarme una enfermera a su casa, quien le puso el calmante intravenoso. La enfermera, con una cara de circunstancia y preocupación me dijo al oído, vamos al hospital mejor, así que insistí y finalmente accedió. Lo llevé al Casimiro Ulloa, no quiso que lo cargue, caminó a la camioneta, lentito. En el camino me dijo es un infarto, no lo quise decir en la casa, yo le dije que se calme que en un ratito llegamos al hospital a que lo atiendan. Al llegar lo subieron en una camilla y sonaron la clave de emergencia. No hablé con él más. Me mandaron a comprar unas ampollas carísimas, se las pusieron para disolver un coágulo en una arteria. A las 2 horas ya estaba mejor, se estabilizó y nos dijeron que lo iban a trasladar al hospital Almenara, donde hay un centro especializado de cardiología. A las 6 pm empezó el traslado, mis hermanos y yo fuimos detrás de la ambulancia, corriendo. Cuando ya estábamos cerca, la ambulancia prendió la sirena y aceleró, la seguí, eso me pareció raro, pues en todo el camino vino rápido pero no así, como en emergencia. Llegamos al Almenara y la ambulancia entró rápidamente, mis hermanos se bajaron de la camioneta, pero sólo dejaron entrar a mi hermano mayor. Sentado esperando afuera del hospital, pensaba que mi papá tendría que cuidarse en adelante, que necesitaría una dieta baja de grasas y bajar el ritmo del trabajo, ya nada de guardias nocturnas. Imaginé que le harían un cateterismo para destaparle las arterias medio bloqueadas. Llamé a mi hermano y me dijo que papá estaba a puerta cerrada, pero que por un agujero vio que le estaban haciendo resucitación; en ese momento me preocupé. Al minuto me dice que mi papá se había muerto, no lo lograron salvar. En realidad se murió en la ambulancia y trataron de revivirlo, pero no pudieron.
No lo podía creer, entré y vi a mi padre en una camilla con un tubo en la garganta, el pecho desnudo y aun con sus jeans domingueros puestos, ya sin vida. Le agarré la mano aun tibia pero inerte, me quebré sobre su pecho; no lo esperaba. Esa misma noche mi hermano y yo llevamos a papá a una agencia funeraria y lo dejamos en un cajón con su terno negro. Hice todo lo que pude por ayudarlo, pero igual lo perdí. Es una sensación horrible de impotencia.
Velamos a mi papá en la Medalla Milagrosa en San Isidro, fue mucha gente a verlo, recibió muchísimas flores. Sus compañeros me pidieron llevarlo al hospital antes de ir al cementerio, cómo negarse a eso. Salimos del velatorio y llegamos al hospital, al estacionarse la carroza las ambulancias sonaban sus sirenas, varios médicos de bata blanca lo sacaron y llevaron en hombros a la recepción, donde había una cama de flores esperándolo. Hablaron sus amigos, un cura, mi tío, yo. Médicos, enfermeras y muchos otros no contenían las lágrimas. Luego lo cargaron y llevaron a dar una vuelta por los pasillos de la Emergencia, en donde por tantos años recorrió miles de veces, ayudando a tanta gente, bromeando muchas veces, renegando otras tantas. La clave (el timbre que anuncia normalmente la llegada de una emergencia) sonaba sin parar, le echaban miles de pétalos, le gritaban ¡presente! Lo sacaron finalmente a la calle en hombros y las ambulancias nuevamente lloraron su partida. Luego lo llevamos al cementerio Campo Fe, y lo enterramos. Al pie de su tumba le dije que aunque renegón, tenía un enorme corazón de oro, que no se preocupe, que vamos a estar bien, y ya no jodas viejo, deja de renegar y descansa... te voy a extrañar...
El hombre que soy hoy se lo debo en gran parte a él, a sus valores, a su ejemplo. Aunque en mi adolescencia chocamos muchas veces, estos últimos años mi relación con él fue buena, ya más viejos y calmados ambos, a pesar de tener el carácter tan parecido, dejamos de colisionar y nos convertimos en grandes amigos. Mi padre marcó mi vida adulta, me va a hacer mucha falta. Creo haber sido un buen hijo y sé que estaba orgulloso de mí, esos pensamientos me sosiegan.
Por lo menos me place el hecho que mi papá se fue entero, en buenas condiciones físicas, lúcido y fuerte. Le falló el corazón, sí, pero no llegó a ser un viejo lastimero y apañalado que yo tampoco quiero llegar a ser. Y esto que en la familia hay un historial de vejez miserable, pues mi abuela y sus hermanos apenas rayaban los 70 años y ya parecían de 100, perdiendo el control de sus esfínteres y la razón en la oscuridad de la demencia senil. Lo recordaré así, sonriente, renegando, hablador, escuchando su música de Burt Bacharach o Barry White, y fumando un cigarro. Pensándolo bien, en comparación con muchas otras, él se fue rápido, con sus hijos cerca, querido y admirado; fue una buena muerte.

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